Por Emily Alvarado

Cuando terminé de leer el papel, el mundo no dejaba de dar vueltas. No entendía nada de lo que esas letras decían y mucho menos que hacer con ellas. Alcé la vista hacia la fotografía de mi esposa intentando encontrar consuelo en ella, muchas veces ver su mirada cálida me reconfortaba, pero esta vez, no funcionó.
- Angélica, ¿Qué voy a hacer? – susurré. Arrugué la hoja y la dejé sobre la mesa de madera ya descolorida por el paso del tiempo. Tomé mi boina y decidí buscar respuestas.
Al salir de mi casa, el sol iluminaba el campo de trigo, el bosque que rodeaba mi granja estaba lejos, pero aun así escuchaba a los pájaros cantar. Antes de ir al pueblo, revisé la huerta, hace un par de días unos mapaches habían intentado comerse mis lechugas, por suerte la lluvia los había espantado. El relincho de Sultán hizo que me levantará, mis rodillas sonaron y tuve que utilizar el bastón para estabilizarme.
- Hola compañero.
Acaricié su pelaje negro, en el pasado su pelo y el mío eran del mismo color, ahora mi cabello estaba surcado de canas.
- Me veo más guapo ¿verdad? – su respuesta fue tirar saliva en mi rostro – O no – lo empuje con cariño.
No podía distraerme más, debía llegar al pueblo y regresar mientras aún había luz. Tenía que ir a pie, mi caballo ya estaba viejo y aunque no fuera así, yo ya no podía montar. Le di un par de palmadas en su cuello y caminé por la carretera de tierra que pasaba cerca del río, estaba crecido y salpicaba cuando chocaba contra las rocas. Llegar a la población era un viaje de una hora y a mi paso se podía alargar más, después de todo era la primera vez que volvía a caminar una distancia considerable desde la muerte de mi mujer.
Pensar en ella hizo que el viaje sea más corto, fue entonces cuando vi la entrada, pero un nuevo letrero de metal colgaba del arco principal. Cuando pasé, el ruido me abrumó, había carros modernos que no dejaban de pitar, las personas iban acompañadas de muñecos metálicos que cuidaban a los niños o cargaban las bolsas. Pasé por la plaza, todo estaba distinto, lleno de tiendas con cosas raras.
Apresuré el pasó para llegar al banco, cada lugar por el que pasaba era diferente, incluso las casas y colores eran distintos.
¿Cómo era posible que haya cambiado tanto? Era verdad que no había venido, pero el cambio era demasiado. Entre al banco y me dirigí a la primera persona que encontré.
- Disculpe – dije, tocando mi boina a modo de saludo.
- ¿En qué puedo ayudarle? – la chica parecía amable, pero toda ella parecía venir del futuro, con aparatos en las orejas, una cosa cuadrada negra en sus manos y algo que se parecía a un reloj decoraba su muñeca, pero de pronto una imagen salió de él – Luego te llamo – le dijo a la figura – Hologramas, ya sabe. ¿Qué puedo hacer por usted?
- Me llegó una nota del banco con esta tarjeta. Las indicaciones eran confusas, ¿cómo puedo retirar dinero con esto? ¿No puedo simplemente venir acá?
- Lo siento señor…
- Ricardo.
- Señor Ricardo, esté lugar se va a convertir en un restaurante. La tarjeta la tiene que ocupar en los cajeros automáticos. ¿No los ha visto? Están por toda la ciudad. Venga le indico.
La muchacha me llevó a una de esas máquinas que estaba al frente del edificio, me mostró los pasos, pero era difícil comprender. Cuando terminó sonrío como si fuera lo más fácil del mundo.
- Le enviaremos sus estados de cuenta a su correo. ¡Oh, rayos! – la imagen en su reloj volvía a aparecer – Que tenga buen día señor.
Estaba más perdido de cuando leí la carta.
Quizás Clementina me pudiera ayudar, mientras iba a su local, trataba de recordar los pasos para sacar dinero, pero los movimientos fueron demasiado rápidos. Cuando llegué, las puertas del local habían sido cambiadas por una pantalla gigante en donde se mostraba las fotos de las semillas y frutas. Mis ideas se estaban agotando, toqué la puerta de al lado, ahí era su casa, pero la persona que salió no era la mejor amiga de Angélica. Era su hijo. Me reconoció al instante y me recibió con un abrazo.
- Es bueno verlo señor Ricardo.
- Lo mismo digo José – me separé de su abrazó para poder continuar – ¿Está tu madre? – la cara del joven se tornó triste
- Lamento no haberle contado, pero temía que fuera peor para usted… Mi madre falleció.
El pueblo empezaba a convertirse en ciudad, tenía suerte de vivir en el campo, lejos de todo esto, pero lamentaba no haberla visto una última vez. Tragué saliva, necesitaba terminar con esto y regresar a mi hogar.
- ¿Me puedes ayudar con semillas por favor? – dije después de darle mis condolencias.
- Claro, le enseño como comprar.
Me llevó a la pantalla que había visto antes. Pasó mi tarjeta amarilla y puso mi mano en un aparato pequeño. Al instante mi nombre apareció junto con mi dirección. Luego empezó a señalar lo que quería y aplasto un botón rojo cuando termino.
- La orden le llega en paquetes por el aire, es un nuevo sistema de envío. Así no tendrá que cargarlos usted.
- Gracias muchacho – el corazón parecía que se me iba a salir, no entendía que pasaba.
- Don Ricardo ¿quiere que lo llevé devuelta a su casa? – se ofreció.
Negué su propuesta, era gentil, pero quería caminar.
En poco tiempo el pueblo se había agrandado, con edificios enormes y más calles de las que podía contar. Me perdí unas cuantas veces antes de encontrar la salida. Mientras iba a casa no regresé a ver ni una sola vez aquel lugar que alguna vez amé.
Una semana después, una señora tocó mi puerta. A su espalda estaban tres jóvenes con sus aparatos haciendo Dios sabe qué.
- Señor – dijo la mujer – soy Luciana García, estoy a cargo del programa de integración al futuro a las personas de la tercera edad. Si me permitiera pasar para instalar su computadora y presentarle a su nuevo asistente.
La señora no me daba tiempo de preguntar nada.
Me puse de lado para que pasará, ella alzó la mano y los hombres la siguieron. Después de decirles donde estaba mi estancia, se pusieron a trabajar. Sacaron la computadora, tomaron uno cables y subieron al tejado.
- Señor en unos días vendrán a instalarle un sistema de riego subterráneo, le entregarán un carro aéreo automático y también…
- ¡YA BASTA! – rugí – ¿Por qué no pueden dejar las cosas como están? No necesito esa computadora, puedo regar mi cosecha y alimentar a mis animales yo solo y… aun puedo caminar. Antes podía comprar las semillas en una tienda, ahora están en esa estúpida caja que llegó el otro día y no me deja sacarlas – señale la caja que estaba magullada por los golpes que le había dado contra el suelo.
Había hablado tan rápido que termine agitado.
- Tiene que adaptarse a los cambios. El desarrollo de esta región es precario, es uno de los pocos campesinos que quedan.
- No tengo que adaptarme a nada, tengo 83 años. ¿Qué pasaría si yo quisiera que usted se adapte a mi “subdesarrollado” estilo de vida? Estoy seguro que no le gustaría.
- Señor…
Antes de que terminara, los trabajadores gritaron desde afuera que su labor había terminado y que un objeto llamada robot estaba también ya ensamblado. Luego de explicarme que el muñeco de metal era un regalo del gobierno y que sería quien me ayudara con la tecnología, se subieron a su carro volador y se marcharon.
Volteé a ver al robot, me llegaba a la cintura, todo él era una mezcla de tonos de colores plomos excepto por los ojos, eran azules, como los de un humano.
- Hola Ricardo – su voz era metálica – ¿Quieres que te ayude a preparar la cena?
- No necesito de tu ayuda, vete.
- No entiendo tu comando, ¿lo repites por favor?
- No necesito… – la risa del robot me interrumpió.
- Era broma, tenías que ver tu cara. Me llamo Paco, estoy para servirte y ayudarte en lo que necesites – su voz cambió a la de un niño tierno y feliz
- ¿Qué eres?
- Soy un robot, algo creado por los humanos. Pero, algunos desarrollamos cierto carisma y personalidad, tienes suerte de que te tocara alguien como yo, de hecho, tenía un compañero que… – La máquina no se callaba. No sabía qué hacer con ella, era difícil.
El aparato que se llamaba Paco, dijo algo sobre dejar crecer mi barba y que debía buscarme unos pantalones Slim que era la última moda, lo que no sabía es que mis pantalones de casimir habían sido hechos por Angélica.
Fui a revisar mi cosecha, en un mes estaría lista, el huerto estaba en buenas condiciones, las gallinas ponían huevos y de los cuyes no debía preocuparme, así que tendría comida para todo el año. Estaría bien por un tiempo, pero el temor de que “el progreso” llegara a mis tierras me consumía. Me daba cierta seguridad que mi terreno estuviera limitado por los árboles y si alguno de esos futuristas quería quitarme mi hogar, tendría que pasar por encima de mí. Regresé a la casa después de alimentar a Sultán. El robot había sacado las semillas y organizado por especies, lo dejé hacerlo estaba cansado como para pelear, así que, me senté al frente de la computadora, había logrado muchas cosas en mi vida, tenía por lo menos que intentarlo, me puse los lentes y aplasté todos los botones que tenían figuras que no conocía hasta que uno hizo que la pantalla brillara.
Pero después de eso, todo se volvió más complicado, no pude conseguir nada más. No sabía cómo entrar al banco desde allí, ni sacar citas en el hospital como me habían indicado en otra notificación. Toda la ira y frustración que había guardado, salieron en ese instante.
Las lágrimas empezaron a caer, quería gritar. Tomé el bastón, rompí las ventanas y la pantalla.
El mundo cambiaba, mi Angélica no estaba, y yo no sabía que hacer.
- ¿Lo hiciste tú? – Paco traía una obra mía en sus manos. En el pasado había intentado vender mis artesanías, pero a la gente no le gustó la idea de guardar la sal en un coco, en lugar de esos recipientes de plástico.
- Deja eso – sollocé. Sentía que me ahogaba.
- ¿Por qué lloras? Si quieres te cuento una historia o salimos al río, aunque no puedo meterme, me dañaría y no confío en tus habilidades como ingeniero.
Nadie me había preguntado eso en un tiempo. Una sonrisa apareció en mi rostro cuando entendí que esa pregunta había salido de algo moderno que no entendía e incluso su pequeña ofensa me subió el ánimo.
- Vamos a caminar – dije.
Paco tomó una de mis boinas y empezó a parlotear sobre que parecíamos gemelos.
- Te falta medio cuerpo más y ojos cafés.
- Detalles – dijo, alzando sus hombros como restándole importancia, tomo mi mano y caminó admirando cada flor que encontraba, pero se asombró aún más cuando vio al caballo – ¡Es enorme!, ¿puedo montarlo?
Lo ayude a subirse, no era pesado así que Sultán podía con su peso pluma. Paco parecía más un niño que un robot.
- ¿Te parece si te ayudo con la tecnología?
- ¿Me quieres ayudar? – le respondí.
- No quiero verte llorar, me agradas. No hablas mucho, pero haríamos un gran equipo. ¿Qué dices?
Su respuesta me sorprendió, pero su compañía en este paseo calmó mí mente y mi corazón. Decidí que podía quedarse, después de todo, parecía gustarle el lugar a diferencia de las demás personas.
- ¿Quieres recoger los huevos? – fue mi respuesta. Se bajó del caballo y salió corriendo con una sonrisa.
Desde ese día Paco se convirtió en mí amigo, lo quería y me gustaba pensar que él a mí. No logré adaptarme a la tecnología, pero tuve la suerte de contar con alguien, que me alegró cada día de mi vida y me ayudó en mis últimos pasos por este mundo tan caótico para mí.
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