Por Milica Pandzic
Tal como diría Hemingway sobre la antigua clase militar francesa, París era una Fiesta es un anacronismo que sigue estando del todo vigente. Sólo los grandes escritores permiten al lector identificarse con personajes ajenos y con lugares que ya no existen (por no ser los mismos ya); y mezclar sus recuerdos con los propios. Este libro es un testimonio de una época que, desde lejos, nos acoge y nos da los más sutiles pincelazos de modernidad.
Con su narración, Hemingway se va apropiando del lector, así como se apropia de la chica en el café de la place Saint-Michel al inicio de su historia. El lector (re)vive esos días parisinos de los años 20, y se convierte en un testigo más de las absurdas vivencias de la Generación Perdida, y de la interacción entre sus miembros, cargada de los más primitivos impulsos y las preocupaciones más sencillas.
Nos volvemos también parte de la importante lucha de Hemingway, en la cual la literatura es su bastón y su ideal. A pesar de las limitaciones materiales (“Y antes matarme que escribir una novela porque era un medio de comer con regularidad”), las páginas nos dejan en claro que nunca dejó de confiar en su trabajo ni en sí mismo. Sabía dentro de sí que su innovación resultaba en incomprensión, pero que sólo sería cuestión de tiempo: “…algún día llegarán a entenderlos [sus cuentos], como pasa siempre con la pintura”.
Y algo aún más importante: para Hemingway, escribir, escribir de verdad, sintiendo el impulso necesario para hacerlo, era parte de lo que lo hacia sentir vivo: “Al terminar un cuento me sentía siempre vaciado y a la vez triste y contento, como si hubiera hecho el amor, y aquella vez estaba seguro de que era un buen cuento…”; “A la persona que trabaja y encuentra satisfacción en su trabajo, la pobreza no le preocupa”.
El relato también incluye varias notas sobre la felicidad. Sin duda, Hemingway fue feliz en París junto a Hadley, su primera esposa, sin importar la pobreza o las dificultades que ésta pudiera traer. Es más, hasta podría decirse que era esa condición la que contribuía a que su felicidad pudiera considerarse auténtica: “Comíamos bien y barato, bebíamos bien y barato, y juntos dormíamos bien y con calor, y nos queríamos»; “…pero así es como era París en los primeros tiempos, cuando éramos muy pobres y muy felices”.
Otra gran característica de esa felicidad hemingwayana es la individualidad, la capacidad de ser felices a su manera. En uno de los pasajes más enfáticos del libro, se afirma «Nada sabían de nuestros placeres, ni de lo mucho que nos divertía estar condenados, no lo sabrían ni podrían saberlo jamás. Nuestros placeres, que eran los de estar enamorados, eran tan sencillos y a la vez tan misteriosos y complicados como una simple fórmula matemática que puede representar toda la felicidad o bien el fin del mundo». Hemingway y Hadley, al cometer alguna locura vista como tal por terceros, se preguntaban «¿quiénes son los otros?» Una pregunta que vale la pena hacerse frecuentemente.
Y finalmente, nos queda París. La ciudad que nunca se apaga, la ciudad siempre viva, que con una furia silenciosa se apropia de quien pone un pie en ella. Los que hemos tenido la oportunidad de vivir en ella, sabemos que París no es solo una ciudad, es todo un mode de vie cuya esencia Hemingway pudo capturar en “un libro de ficción” que se siente como su más sincera biografía.
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